El Cristo de la Urna


El agua, la nieve y el fuerte viento golpean con fuerza los cristales de la ventana; toda la casa parece resquebrajarse. El fuego en la vieja cocina de carbón pone la chapa al rojo vivo y en la habitación todos nos sentimos aliviados del frio que invade la calle.
El silencio se volvióa apoderar de la cocina. La televisión seguía con sus anuncios de siempre. De repente como sobresaltado por algo oculto, dijo mi abuelo:
—ahora que me acuerdo, nunca os conté la historia o mejor dicho la leyenda del ¨Cristo de la Urna¨. Mi padre nos la contó un día así como este, cuando el frio era implacable sobre la meseta castellana.
—¡Cuentanosla abuelo, cuentanosla!, ¿Qué tiene el Cristo tan querido por Benavides de especial?
—El abuelo hizo una pequeña pausa, como queriendo recordar lo que sabía desde hacía mucho tiempo. El viento afuera seguía soplando con fuerza.
—Empezó esta vieja leyenda un día de invierno. La noche se había cernido sobre el pueblo, el humo ascendía por el cielo azul estrellado pareciendo que se iba a helar en su carrera ascendente. Por la calle nadie vió pasar a aquel hombre que con sus pisadas rompía el silencio de la noche. Con mano pesada levantó el picaporte del viejo convento franciscano y el sonido irrumpió bruscamente en la enorme puerta, crujiendo su madera. Lentamente se abrió y el hombre pidió asilo porque el frío era mucho para seguir caminando en la oscura noche. Los frailes le dieron cobijo como correspondía a su hospitalidad.
Iba a pernoctar sólo aquella noche, pero los días pasaban y aquel hombre seguía en el convento.Nadie sabía quien era y de donde venía, ni siquiera los propios frailes. Salía de vez en cuando, saludaba y sonreía a todos los vecinos como si los conociera de toda la vida. Los vecinos, al principio se sorprendieron, pero se fue ganando el cariño del pueblo. El les resolvía cualquier problema que afectara a la cas, no había ciencia que él no dominara.
Una mañana todos contemplaban un poco atónitos cómo transportaba a sus espaldas un viejo tronco de madera, y lo introducía en el convento, pero mucho mayor fue la sorpresa  cuando al transcurrir seis meses en la capilla del convento todo el pueblo se postraba de rodillas ante un Cristo clavado en la Cruz. Poseía en su rostro tal expresión que cuando estabas alegre te sonreía y cuando estabas triste ante su sola presencia te sentías aliviado.
Benavides seguía su curso. Hasta que un día la peste asoló la Ribera del Orbigo. Los cadáveres se amontonaban por doquier. El ganado fue rapidamente diezmado; el hambre invadió a las pocas gentes que aún quedaban en pie. El convento se convirtió en un gran hospital y aquel hombre no dormía ni de día ni de noche, para él no existía el descanso. Preparaba jarabes de hierbas que cogía en el campo, aliviando el dolor de las pobres gentes que agonizban con terribles sufrimientos. Se conseguía salvar muchas vidas pero eran muchas más las que morían. Tambien los frailes del convento se iban extinguiendo, poco a poco, como una llama de perdurar en la sombra para poder alumbrar a los demás. La peste era insaciable y la muerte, aliada conella, no cesaba con su guadaña de segar vidas aún sin madurar.
La única vitalidad que permanecía era el hombre, aquel hombre llegado en plena noche. Pero las fuerzas a él tambien se le acabaron, sucumbió a la enfermedad, muriendo. No se sabe cómo fue, pero la noche invadió de repente al día y los pocos que quedaban en pie, cayeron en desolación. Sólo había silencio, roto por los quejidos de los que a punto estaban de morir. De súbito, una luz surgió en la capilla convertida en hospital. Fue tremendo, nadie se movió, aquel resplandor se clavó en la cruz, en el Cristo de madera, y lentamente comenzó  a descender de ella. Los que lo estaban viendo no salían de su asombro, no sabían si era el cansancio lo que les hacía ver visiones o estaban contemplando al Cristo de madera en carne y hueso. La Cruz desapareció de la pared y el Cristo se dirigió adonde estaba aquel hombre. Lo cogió de la mano levantándolo del suelo y le dijo: —¡camina, sigue por los senderos que tu Dios te ha trazado! Y abriéndose la puerta salió continuando su camino. Se perdió a lo lejos. Los que estaban en la capilla volvieron la vista al Cristo viéndole tumbado en el mismo lecho en que shabía muerto aquel hombre. Estaban tan atónitos que nadie se atrevió a acercarse, cuando lo hicieron, seguía siendo el Cristo de madera, de la misma madera que había tallado el hombre. No se le había cambiado aquella expresión de paz y tranquilidad. Lo cogieron para depositarlo sobre el altar y cuál fue su sorpresa al ver que sus brazos y piernas se movieron: —¡Dios mío!, exclamaron todos, —¡ está vivo!  Pero no era así, lo que pasaba era que sus miembros los tenía articulados con el cuerpo.
Se pusieron de rodillas y rezaron; rezaron porque no sabían lo que hacer. Uniéndoseles los que hacia un instante estaban a punto de morir.
Desde aquel deía la peste desapareció de la Ribera. El Cristo yacente en aquel lecho fue trasladado a una urna que el pueblo hizo con todo el amor que podían poner en ella, quedando depositada en la capilla que vió morir a tanta gente y salvar a mucha de una certera muerte. Pasaron los años, los frailes se fueron de Benavides donando el Cristo de la Urna al pueblo para que siempre fuera su protector y salvador. Años más tarde el convento también desapareció.
Aquel día nunca se borrará de la mente de aquellos que estaban allí presentes. Fue un catorce de Septiembre y desde entonces es la fiesta más grande que tiene Benavides, la fiesta que convoca a toda la Ribera y la fiesta que honra a un Cristo que permanece con ellos para velar a sus hijos.





Comentarios

Entradas populares